—¿Podemos salir a cantar con ellos? —me pregunta mi hermana sentándose en el alféizar de la ventana.
—Si salimos, se asustarán. —Dejo a Ricco en el suelo y me sacudo el polvo del pantalón. El gato corre hacia la ventana y se coloca junto a Pipper—. ¿Qué? ¿No los escuchas bien desde ahí?
El canto de la fauna se esparcía por todo el bosque mientras el sol vespertino se ocultaba cansado tras las montañas.
—¿Quién les ha enseñado a hacerlo tan bien? —Pipper acaricia al animal y se lo pone sobre las piernas.
Me cruzo de brazos y aprieto los labios.
—Supongo que fueron sus padres —digo acercándome a ella—. No lo sé.
—¿Sus padres? —Mira hacia el exterior y contempla cómo un pájaro aterriza sobre el abrevadero—. ¿Y quién se lo enseñó a ellos?
—Sus padres —dije con seguridad—. Igual que a nosotros nos enseñaron a hacer esas galletas tan ricas que se están horneando.
Pipper se voltea hacia la cocina y baja de un salto del alféizar. Ricco salva como puede la caída y me mira en silencio. La risa de mi hermana despierta a Pirata que con un maullido de protesta se enrosca sobre sí mismo y se da la vuelta.
—¡No toques el cristal! —advierto alzando el brazo.
Corro tras ella y recojo los guantes de cocina que dejé sobre la mesa. Pipper da saltos de alegría mientras contempla unas galletas doradas a través de la puerta del horno. La aparto a un lado y, después de colocarme uno de los guantes, abro la puerta. El aire caliente mezclado con el olor a vainilla y canela invade toda la casa en pocos segundos. Agarro la bandeja con cuidado y la saco del horno.
Tengo a Pipper a un lado, con una sonrisa de oreja a oreja, y Ricco y Pirata al otro, olfateando con sus diminutos hocicos. Los tres me observan dejar las galletas sobre la mesa.
—Todavía no se pueden comer —puntualizo dedicándoles una mirada a todos—. ¿Me habéis escuchado bien?
Los gatos se miran mutuamente y huyen de la cocina como alma que lleva el diablo. Pipper se lleva las manos a la espalda y baja la cabeza, amagando una sonrisa.
—Nos quitamos esta ropa sucia —digo señalando mi vieja bata morada—, nos lavamos las manos y vamos al porche a escuchar a esos pajaritos cantar mientras nos comemos las galletas. ¿Te parece bien?
—¡Sí! —Pipper se voltea y corre hacia su habitación, perseguida por los gatos.
Me quito la bata, la lanzo al interior del cubo de ropa sucia y me dirijo al lavabo para limpiarme. Vuelvo a la cocina y, mientras espero a mi hermana, me vuelvo a colocar los guantes y cojo la bandeja.
Pipper regresa y me muestra sus manos. Cuando le doy el visto bueno, camina hacia la puerta y la abre a mi paso. En el porche el canto de los pájaros se mezcla con la fina brisa que llega con la puesta de sol.