Decidí rebuscar en la carpeta de las ideas olvidadas y confiar en que las Musas se apiadasen de mí. En su interior, encontré historias de todo tipo: corsarios surcando los siete mares, romances imposibles, viajes por el espacio infinito, imperios a punto de derrumbarse… Pero nada conseguía encender la chispa de la inspiración, así que cambié de parecer y recurrí al plan B.
Salí del despacho, bajé las escaleras y me dirigí hacia la cocina. En la puerta de la nevera colgaba una pizarra blanca. Cogí uno de los dos rotuladores, la miré fijamente y tras permanecer unos segundos con la mirada perdida, no fui capaz de escribir nada.
Solté el rotulador y abrí la nevera. Agarré la jarra de agua llevándomela a la boca. El frescor se deslizó por mi garganta revitalizándome al instante. Cerré la puerta y observé de nuevo la pizarra.
«¿De dónde viene la inspiración?» escribí con el rotulador rojo.
Me marché hacia el despacho y continúe indagando por los confines de mi subconsciente, tratando de hallar algo me hiciera comenzar a escribir con frenesí.
Pero pasaron horas y no obtuve ninguna recompensa. El sol hacía rato que había dado paso a la noche y una reluciente luna me observaba a través de la ventana. Me levanté de la silla y llevándome la mano al estómago me dirigí de nuevo a la cocina.
Abrí la nevera dispuesto a prepararme una ensalada cuando reparé en la pizarra y releí la frase que escribí horas antes.
«De cualquier lado…» contesté con el rotulador azul.